Por: Laura Pulgarín Cárdenas
Caminé por la séptima durante 20 minutos sin encontrar un solo perro. “Para seguir un perro necesito uno”, ese pensamiento me desanimó, así que miré hacia atrás para rectificar que ningún perro me estuviera siguiendo. Si bien no pude encontrarlo, me topé con mi profesor de filosofía, a quién por alguna razón le interesó saber por qué iba camino al centro. Le conté de mi misión y de mi aparente fracaso; me sugirió ir a la 6ª a buscar perros, pero me dijo que sería mucho más interesante seguir a una persona; “el perseguidor y el perseguido es una figura literaria muy recurrente, Baudelaire solía usarla con frecuencia al hablar del flâneur, el observador apasionado para quien la calle no es sólo un lugar, sino su propio hogar”.
Seguí su instrucción, creyendo que el azar me la había regalado como una oportunidad. Cuando subí a la 6ª vi a lo lejos un hombre rodeado por un grupo de perros al tiempo que estaba revisando las basuras, inmediatamente pensé que él tenía que ser mi persona. El hombre se quedó mirándome, eso me hizo darme cuenta que llevaba parada en el mismo lugar observándolo fijamente por mucho tiempo; me puse la capota por impulso y me escondí detrás de la pared de un parqueadero mientras él bajaba por la acera. Cuando llegó a la 7ª cruzó ambas calles (la de ida y la de venida), entonces decidí seguirlo. Empecé a sentir mucho miedo en ese momento; temía las consecuencias de su posible enojo. Cuando llegó al otro lado dejó sus bolsas en el suelo, pero al instante volvió a tomarlas y de nuevo cruzó la calle. ¿Me estaba probando?
Por tercera vez cruzó la 7°, pero esta vez dirigiéndose directo hacia mí. Mi reacción fue cerrar los puños, como un reflejo. Me miró muy de cerca, noté que tenía los ojos azules. Balbuceó algo, de lo que sólo entendí: enfermo. Dejó sus talegos a un lado, y empezó a señalarme a la vez que a sus bolsas. No entendía nada, sólo me quedé evidentemente paralizada. Agarró sólo una bolsa y bajó hasta la 9ª. Una pareja, sentada a unos metros, empezó a hablar; sabía que sobre mí aunque no pudiera escucharlos. Sabía que me habían descubierto, sabían que estaba persiguiendo a ese hombre. Me sentí mal, no estaba bien lo que hacía… pero, bajé hasta la 9ª.
Yo miraba hacia atrás compulsivamente, con una presión ajena retumbando por mi pecho. El hombre volteaba la cabeza hacia atrás, yo seguía escondiéndome, mientras la presión había bajado a la boca de mi estómago; en realidad ¿quién estaba persiguiendo a quién? ¿Yo a él o él a mí? ¿Por qué yo no podía parar de hacer lo que hacía? Él trató de pedir un bus tres veces, por supuesto ninguno se detuvo. Me distraje por unos segundos pero eso bastó para perderlo de vista; creo que se subió a un bus por fin, él sabía que lo estaba siguiendo. ¿Cómo pude olvidarme de algo tan obvio? Él vive en la calle, yo no.
Un sentimiento extraño de excitación me embargó, quería más, quería más adrenalina, aunque, ¡¿qué era en realidad?! Decidí ir al prostíbulo. Fue esa decisión la que más tarde aclaró esa pregunta, y así mismo, fue lo que hizo que trascendiera mi breve papel de “perseguidor”.
Un compañero de clase me había contado de un prostíbulo que queda cerca de su trabajo (una casa de vinos y quesos) en la 14 con 82. Llegué a la cuadra pero no vi algo similar a un prostíbulo (ahora que lo pienso, fui muy ingenua al creer que iba a haber un título diciendo “aquí hay prostitutas”). Entré a la casa de vinos y quesos, y me recibieron muy amablemente hasta que pregunté por el burdel que quedaba en la cuadra. Abrieron los ojos y se rieron ante la clara sorpresa que eso les produjo. La niña de la caja salió de la tienda y me señaló el edificio blanco de al lado. “Ahí”.
Me llamó muchísimo la atención su fachada; no era muy alto, era blanco a excepción de la anónima puerta roja principal. Aunque en realidad lo que más me llamó la atención fue el hecho de que no había ni una sola ventana, sólo unos tres huecos repartidos cubiertos por una malla, asumí que debía ser para que entrara el aire. Golpeé a la puerta muy fuerte varias veces por cinco minutos, pero nadie me respondió. Atrás mío había un restaurante, que se veía muy elegante, llamado “Provincia”, y me di cuenta que el mesero y el portero estaban parados quietos en el mismo sitio mirándome, se les notaba muy conmocionados, como con una expresión de lástima.
¿Acaso volvíamos a jugar el mismo juego del observador y el observado? Mejor el juez y el juzgado. De pronto se me acercó un hombre de chaqueta roja peinado con mucho gel. Me preguntó si necesitaba algo, entonces le dije que si sabía cómo podía entrar al prostíbulo. “Ah, claro. ¿Estás buscando trabajo?” Inmediatamente enmudecí, por pocos segundos, pero observé que la presión ajena volvía a retumbarme en el pecho. Le contesté que no (casi que justificándome). Le aclaré que simplemente quería entrar a mirar, no como cliente, sino para un trabajo de la universidad, le expliqué además que no tenía cédula porque se me había perdido.
“Es muy difícil que la dejen entrar sin documentos, mi amor, pero nunca se sabe. ¿Por qué no pasa a las 6:30 o 7:00? que es cuando empiezan a llegar “las sardinas”, a lo mejor usted le hace ojitos a un portero y le gusta y la deja entrar, no se ría que de verdad así es como acá funcionan las cosas, con trampas”. Me indicó con el dedo dónde quedaban otros dos prostíbulos, a menos de una cuadra. Le di las gracias, volteé para atrás y vi que los mismos tipos me seguían mirando todavía más sorprendidos.
Pensé en ese momento en la naturaleza del ser humano de siempre querer “entender”; de su necesidad de rellenar eventos con historias, escenarios, hipótesis. ¿No tendrá plata su familia? ¿Se habrá escapado de un pueblo muy lejos y ha sido su primer impulso? Al instante me pregunté qué sentiría una niña que viene por primera vez a pedir ese trabajo, y si en realidad en esas circunstancias yo habría sido capaz de llegar al sitio donde me encontraba. Pero, ¿por qué les alteraba tanto ver una niña parada al frente de un burdel? ¿Quedaba al frente, no? Es algo que debían ver todos los días, ¿por qué seguía siendo un tabú para ellos?
Fui a la siguiente cuadra y entré a un sex-shop. Me saludaron con exagerada amabilidad (creo que para que entendiera que no me iban a juzgar por entrar a un sex-shop). Les pregunté si sabían en dónde quedaba el prostíbulo Olimpo. Nuevamente se sorprendieron (¿en un sex shop? ¿De verdad?), les cambió el tono de la voz, se notaba una gran incomodidad, incluso bajó una tercera mujer a intervenir. Ellos me contaron que el prostíbulo quedaba en el segundo piso de ese mismo edificio, que si salía, al lado iba a encontrar una puerta negra que me llevaría allí. Ante sus caras traté de explicarles que no iba como cliente ni nada, pero me dijeron que era mejor que subiera y hablara allá lo que “necesitara”. En realidad, sí que era un tema prohibido para todos; el tabú es algo muy fuerte, finalmente es algo cultural. Acudió a mí la idea de que, así como una sociedad es definida por sus costumbres, así mismo pueden hacerlo sus tabús, sus miedos.
Subí al segundo piso, donde encontré una recepción con un gran letrero “Olimpo”, al lado había una especie de sala donde se encontraban tres mujeres viendo televisión. Las saludé, y me devolvieron el saludo, preguntándome qué necesitaba. Les dije que si había un encargado con quien pudiera hablar, una de las tres niñas levantó la mano. Le pregunté si era posible quedarme en el sitio no como un cliente sino a mirar. Ella me preguntó quién era, le respondí que no venía de la policía ni nada, ella se rio y me dijo que era obvio, me sonreí también. Le conté que era una estudiante universitaria, y que en una materia me habían dejado la tarea de vivir una experiencia que nunca hubiera realizado antes. Les dije que pensé en venir acá porque nunca había ido a un prostíbulo y me parecía muy interesante la idea, que me daba mucha curiosidad. Apenas pronuncié la palabra abrieron los ojos como si hubiera dicho algo imprudente, se atacaron de la risa. La que estaba más lejos me dijo que este sitio no era un prostíbulo, luego aclaró que técnicamente sí, pero que no era el ambiente que yo estaba buscando. Vieron en mi cara expresión de no entender; la encargada volvió a hablar. Me contó que los reservados eran cosas diferentes, que en ese “modo” uno pedía un cuarto privado para hacer “los masajes y todo lo demás”. La otra muchacha volvió a hablar, y me dijo que si yo buscaba algo como un show, tenía que irme a Chapinero o “más hacia el sur”. La encargada me dijo que podía esperar a que su jefe llegara, pero que en realidad lo que iba a hacer toda la noche era sentarme a ver televisión con ellas en la sala de espera, como si estuviera con un grupo de amigas.
Incluso en ellas parecía haber rechazo hacia ese pensamiento, a ser consideradas prostitutas. ¿Se sentirían observadas por mí? Pensé si las había hecho sentir como un zoológico, donde ellas eran ese algo exótico que venía a mirar. ¿Se creerían juzgadas? Casi que vi al hombre de los perros sentado en ese mismo sofá. ¿Habría pensado que era para mí una diversión observarlo, por ser distinto, por ser tan ajeno de algún modo? Me pregunté yo misma si así era.
Les conté a ellas que además no tenía cédula; me respondieron que ahí sí peor, porque en ningún sitio me iban a dejar entrar sin documentos. Les di muchas gracias, y justo cuando iba a salir me encontré con un muchacho que subía, tendría unos 26 o 30 años como máximo, estaba muy bien peinado con una mochila de la guajira colgada. Me miró aterrado, pero sin mover las cejas; se notaba su vergüenza porque debía saber que yo no trabajaba ahí. Se quedó quieto, no era capaz de seguir; bajé un poco más y lo escuché preguntar “mmm…buenas… ¿acá es el… spa?” Escuché cómo ellas se rieron, y le dijeron que sí. Seguía sin moverse. Terminé de bajar las escaleras, pero me asomé sin que él se diera cuenta y vi esos piecitos terminar de subir al segundo piso.
Nos aterra que nos quiebren la intimidad. Eso fue lo que hice con ellas, con aquél hombre de la calle, con ese mismo muchacho. Verme ahí en el prostíbulo para él fue sacarlo de contexto, romper su puerta, exponerlo, y es ahí cuando nos invade el miedo. Pensé en la pareja de la calle, y también me asaltó otra idea, ¿quién decide lo que puede ser observado o no? ¿Acaso los indigentes no deben mirarse, los prostíbulos no existen? Es cierto que a veces insistimos en disfrazarnos.
Cuando salí no pude contener la ¿sonrisa?, la presión había bajado al estómago. Realmente estaba muy emocionada, sólo podía pensar en lo que iba a hacer después: ¿ir al tarot?, ¿santería?
Me detuve un momento, ¿qué era lo que realmente me estaba moviendo? Por qué incluso después de pensar tantas cosas seguía sintiendo esa excitación, esa emoción que me embargó por momentos persiguiendo a ese hombre en la calle. Me di cuenta. Era el morbo. Si bien nos aterra que nuestra intimidad sea vulnerada, así mismo hay una cosa que el ser humano busca, incluso a veces desesperadamente: romper la intimidad de otro. La morbosidad (como el tabú) también es muy fuerte; saber más, entender, observar, juzgar, son casi necesidades. Incluso me atreví a pensar que una razón para disfrutar del cine o los libros (casi que del arte) era poder adentrarse en la intimidad de alguien, incluso si ese alguien no es real.
¿Es malo? No voy a responder, sólo creo que expone demasiadas cosas de nosotros mismos; a su vez, diría que es peligroso cuando la ciencia y el arte derivan en violencia, en farándula. Medité algo curioso, hay otra cosa que puede direccionarnos como sociedad: nuestros morbos. No obstante, sólo sabía que sí había una emoción, que la había sentido durante todas esas horas; deliberé una cosa que aún me asusta en alguna medida… me gustó sentir ese vacío en el estómago, disfruté ese morbo, y tenía ganas de repetirlo. Hoy, tal vez porque lo estoy escribiendo y no tengo que mirar los ojos de nadie, no voy a disfrazarme. Y puede que ese pensamiento haya construido para otros un peor camino, pero no puedo ocultarlo, es a cabalidad tangible.
La gente me miró al salir del prostíbulo, no sabía si era la sensación que no había podido quitarme de encima por la experiencia de unas horas antes, no obstante, miré hacia atrás para rectificar que ningún perro me estuviera siguiendo.