Es sustancialmente imposible abarcar en un artículo de opinión el problema del mal. Aún así, en la presente ocasión nos interesa presentar al menos algunas aristas de este asunto, que no ha sido indiferente para la historia del pensamiento, desde Epicuro (341 A.C) hasta nuestros días. Y tomaremos justamente al filósofo griego como punto de partida porque fue el primero en brindarnos una formulación del problema dejando de lado cualquier justificación del mismo que aluda a tirar la pelota a la cancha de los dioses: el mal es nuestra responsabilidad.
Una cosa es la palabra, y otra muy distinta el concepto. El vocablo “mal”, en latín “mãle”, apócope de “malo”- “malus”, en griego “mélas”, “mélanos” significante de una raíz sánscrita de “mala”, haciendo referencia a la adjetivación de “negro” en el sentido de “sucio”, utilizado, por ejemplo, en la terminología médica para designar al “melanocarcinoma”, también conocido como tumor. Por su parte, el concepto del mal tiene tantas significaciones históricas como corrientes de pensamiento existentes, aunque es preciso indicar algunas continuidades en la polisemia precedentemente enunciada.
Resulta difícil encarar el origen del problema del mal intentando quitar del medio la injerencia que se le ha dado a Dios sobre este asunto. La paradoja que nos presenta Epicuro consiste en pensar que: o Dios es un ser perverso que nos castiga creando la entidad maligna, pudiendo evitarla, o bien que la divinidad queda exenta de nuestra participación al mal y a las consecuencias que acarrea ser libres en este mundo. Otro ejemplo de dicha paradoja es presentado también en el Antiguo Testamento, específicamente en el Libro de Job y la descripción de todas las desgracias por las que tuvo que atravesar su existencia, siendo la misma una puesta a prueba constante a la fe. Y usted querido lector se preguntará: ¿qué diablos tiene que ver la fe con el problema del mal?
Justamente, para intentar responder a esa pregunta, asistiremos a la ayuda de un pensador bastante enemistado con cualquier tipo de esperanza que provenga de la fe, nuestro gran y simpático amigo Arthur Shopenhauer, quien sostenía que el mal no tiene otro origen más que nosotros mismos, puesto que es parte constituyente de nuestra naturaleza, al igual que otras pasiones como la violencia, el deseo o el amor. Arthur, con buen atino, nos señala que nuestra alma alberga de manera suficiente estos aspectos contradictorios, pero sobre todo el aspecto maligno, al cual lo considera desde un punto de vista positivo (puesto que “nos hace sentir”).
¿Qué nos hace sentir el mal? Dependiendo la mente que lo piense, seguramente, obtendremos una multiplicidad de posibles respuestas. Pero podríamos simplificar aquí que el mal nos produce un sobrecogimiento propio de cualquier fenómeno que nos resulte incomprensible: ¿Es comprensible que una madre mutile, torture, quiebre y asesine a su propio hijo de 5 años de edad? ¿Es comprensible la aniquilación de una aldea completa en algún rincón arenoso de nuestro planeta mediante un bombardeo de munición pesada guiado por un drone? ¿Es comprensible que un ser humano adulto corrompa y abuse sexualmente de un niño? ¿Es comprensible un taller clandestino de textiles donde las costureras usan pañales porque no tienen permitido siquiera asistir al baño? ¿Es comprensible que, existiendo absolutamente todos los medios posibles para evitarlo, aún hoy, muera gente de hambre en este mundo? Como podemos apreciar, no. No es comprensible. Lo que sí es, siempre, indignante.
Tal vez, como señaló Epicuro y reforzó Schopenhauer, el error ha consistido en pensar que aquello que acabamos de definir incomprensible forma parte de una esfera externa a la razón humana. Y, como hemos señalado en múltiples ocasiones, el mal siempre es racional. Los campos de exterminio no son construidos por pasiones, sino por gobernantes, ingenieros, funcionarios, capataces y albañiles, con nombre y apellido: el mal siempre tiene un autor y generalmente está acompañado por sus respectivos seguidores, que suelen ser las personas registradas en el padrón electoral.
Como habéis podido apreciar, el mal desde este punto de vista, nada tiene que ver con la simbología demoníaca o con la personificación material de una fuerza metafísica. Al decir que se trata de una condición inherente a la esencia de lo propiamente humano, estamos declarando lisa y llanamente nuestra responsabilidad al respecto. La posibilidad de hacer daño, de provocar males en otros, no nos viene dada por infusión de un genio maligno, sino que nace de nuestras capacidades más propias. Incluso, hay que añadir, adoptando posturas pasivas e indiferentes ante la injusticia (forma del mal más frecuente) estamos siendo siervos obedientes del accionar violento de autoría de otros (recordemos levemente la sentencia de Luther King: “me duele más el silencio de los buenos que el accionar de los malvados”).
Ahora bien, es imprescindible pensar el mal desde su completitud, y la misma está dada por su antagónico, aquel que solemos llamar “bien”. Según Agustín de Hipona, el mal no es más que ausencia de bien. Lejos de tener entidad propia, el mal aparece cuando el bien se retrae, así como la oscuridad es ausencia de luz y el odio privación de amor. En la lógica de la teología agustiniana, lo que se quiere demostrar es que el sumo bien, representado por Dios, se dona y se entrega a criaturas que libremente participan de él de manera libre y proporcional.
Por su parte, Hannah Arendt, lectora atenta de Agustín, nos legará una reflexión sobre ese mal sin raíz esencial propia, considerándolo desde su banalidad, su superficialidad, tomando como modelo a Eichmann, un nazi condenado por un tribunal israelí por su participación en el exterminio judío por parte del régimen de Adolf Hitler. La representación de este mal banal se sustentó en la descripción de un sujeto que había renunciado al principio de libertad al justificar sus actos con argumentos como “era mi deber”, “como soldado, tenía que acatar órdenes”, y similares apreciaciones dignas de un ser indigno. Lo que Arendt nos quiere mostrar es que el mal es portado y participado por millares de personas tanto en contextos de guerra (en estado de excepción) como en democracia (en Estado de Derecho), de manera gratuita e innecesaria. Esa liviandad con la cual ciudadanos comunes son artífices, testigos y participantes de la maldad fáctica, es tan aterrador como su concepto de “mal radical”, que se refiere puntualmente a las acciones concretas, planificadas y ejecutadas con meticulosidad por parte de regímenes totalitarios que implícita o explícitamente gestan agendas de exterminio y depreciación de todo rasgo que pueda considerarse humano sobre otros pueblos, etnias o comunidades concretas. Podemos avizorar con claridad que los dos tipos de males descritos por Arendt son totalmente conciliables, puesto que uno pretende aniquilar cualquier capacidad individual de las personas, mientras que el otro es el mal efectuado por las personas que han abrazado renunciar a su condición libre (en otras palabras, ciudadanos que avalan atrocidades por la cobardía propia de no querer decir “no” jamás).
Todo lo previamente explicitado no es un planteamiento meramente intelectual o académico. Se trata de un esbozo de esfuerzo de comprensión para un fenómeno que si bien está totalmente naturalizado, a muchos nos duele cotidianamente. La banalización de la criminalización, el hambre, la guerra y la injusticia nos ha pretendido crear un cuero moral demasiado duro que nos quiere hacer impermeables a la compasión y a la acción. La frivolidad y la inacción, en ese sentido, han sido siempre el alimento preferido del autoritarismo y cualquier forma de maldad.
Somos conscientes que se nos escapan de las manos un millar de aspectos fundamentales propios del análisis apropiado del problema del mal. Y seguramente, ésta es tan sólo una de las ocasiones de las cuales tendremos para continuar pensándolo. Pero al menos hemos dado un pequeño paso en dirección a la comprensión: todo mal efectuado por una persona, sea banal o radical, es racional. Las pasiones juegan un rol importante, del cual no nos hemos ocupado en este escrito, pero es necesario que separemos la justificación del mal mediante las emociones y dispongamos del razonamiento necesario para comprender esto que nos atraviesa en la cotidianidad. Los filósofos que hemos expuesto hoy coinciden en este punto: generalmente hay mal cuando hay renuncia a la libertad; se sirve al mal cuando se abandona el pensar; se es partícipe del mal, cuando hay compromiso por el individualismo y el desinterés. En otras palabras, querido amigo lector: la mayoría de las atrocidades que acontecieron, acontecen y acontecerán, son, en gran medida evitables. No hay un destino fijado, ni tampoco somos marionetas de seres que habitan en el Olimpo. La pelota está en nuestro campo, ¿en qué posición jugaremos esta partida? Piénsalo.