El bilingüismo ha mejorado la convivencia, pero dos referéndums después, celebrados en 1980 y 1995, la de Canadá sigue siendo una historia de dos soledades
¿Dónde narices enterramos a papá? ¿Qué se le ha perdido bajo una lápida en Toronto? El fallecimiento de Jack Walker se convirtió para la familia en algo parecido a abrir un baúl viejo. Hasta entonces no se habían parado a pensar si Quebec seguía siendo su verdadero hogar y si, después de todo, tenía algún sentido regresar allí algún día, antes de morir, o para algo distinto de morir. Pero en 2008 se les fue el padre y, cuando se lo imaginaron en un cementerio de la provincia de Ontario, les invadió la extrañeza, no tenían ninguna raíz allí.
Los Walker dejaron Quebec en 1980, justo antes del primer referéndum de independencia. Otros muchos anglófonos tomaron el portante durante aquellos años. En su caso ocurrió que, por una parte, los clientes del padre, diseñador gráfico, también se estaban marchando y, por otra, temían perder la ciudadanía canadiense. Así que hicieron las maletas, pero sufrieron su propia secesión familiar —y, esta, no pactada— porque Joanne, la hija mayor, se casó con su novio en secreto para poder quedarse en Montreal. Tenía 19 años. Casi cuatro décadas después, en una pastelería del suburbio de Mont Royal, la mujer lo recuerda con risas: “Yo tenía toda mi vida aquí, en Toronto solo duré ocho meses, hablaba francés y en aquel momento la política no afectaba a mi vida”.
Al final enterraron a Jack en Lachute, el pueblo quebequés en el que yacían sus padres. Cuatro años después, la viuda, Diana, también regresó, ya enferma de Alzheimer. Dice Joanne que cuando paseaban por el suburbio de Westmount, donde se crio Leonard Cohen, lo recordaba todo perfectamente: “La casa de sus padres, los sitios que frecuentaba… Lo que no recordaba es haberse marchado, los 30 años de Toronto se le habían borrado por completo”.
La familia Walker se pierde en la estadística de los cerca de 200.000 anglohablantes que —según los datos censales recogidos por la Asociación de Estudios Canadienses— se fueron de Quebec entre 1976 y 1995, en el marco del auge soberanista, y tras la ley que en 1977 convirtió al francés en la única lengua oficial de la provincia. Esta es una historia maldita de lo que siguió a la Revolución Tranquila, un epílogo incómodo para los secesionistas porque habla de ruptura social, y también molesto para los que se marcharon, tachados a menudo de alérgicos a la lengua francesa.
Sigue siendo un asunto controvertido, se disputa sobre el número de emigrados y sobre qué motivos pesaron más, los políticos o los económicos, pero John Walker, el hijo mayor, se animó a rodar un documental sobre ello el año pasado —Quebec, my country mon pays— y tuvo una buena acogida. “Creo que hace 10 años la reacción hubiese sido muy negativa, pero la prensa le ha prestado mucha atención, también la francesa”, cuenta.
El bilingüismo ha avanzado y mejorado la convivencia entre unos y otros. Los quebequeses ya no se encuentran con un dependiente o un camarero de su ciudad que no es capaz de entenderles en su idioma, como contaba en sus memorias el liberal Pierre Trudeau, padre del actual primer ministro y artífice de la modernización de Canadá. Y los tres hijos de Joanne Walker hablan francés con la misma naturalidad que inglés. El independentismo se encuentra en declive, en las últimas elecciones generales el asunto apenas apareció y su apoyo social se halla en mínimos históricos (un 35% a favor y un 65% en contra, excluyendo a los indecisos, según el último sondeo de Leger).
Pero las noticias sobre el fallecimiento del soberanismo en Quebec son exageradas. Quien lo dé por muerto, que se enfile hacia el mercado de Jean Talon de Montreal y pregunte a Anaïs, una joven historiadora que regenta allí una librería y, si mañana se convocara otra consulta, votaría que sí. “No me siento representada por Canadá, la lengua es importante, pero también es una cuestión de valores, somos distintos”, sostiene en un inglés solvente.
Dice Joanne Walker que toda su osadía de los 19 años, en el primer referéndum, se esfumó en el 95, cuando ya era madre de tres hijos que quería que siguieran siendo canadienses. Si hubiese ganado el sí, se hubiera marchado a Toronto. Ahora se quedaría en Montreal -independientemente del resultado-, pero entonces una exigua diferencia de poco más de 50.000 votos, un punto porcentual (del 50,6% al 49,4%), decidió su futuro. “No fue precisamente una victoria holgada, poca fiesta”, recuerda Jack Jedwab, que estuvo muy involucrado en la campaña federalista de aquel referéndum y preside la Asociación de Estudios Canadienses. “Siempre que tengas un tercio de la población comprometida con la independencia, no puedes dar ese tema por acabado. El apoyo ahora es bajo, pero con cualquier acontecimiento puede cambiar, mire lo que ha pasado en Cataluña o en Escocia”, explica.
Frédéric Bastien, profesor especializado en relaciones internacionales y asuntos constitucionales de Canadá, cree “circunstancial” la debilidad del movimiento independentista, descarta que haya un cambio sociológico detrás y opina que “la llegada de líderes independentistas más fuertes podría reactivarlo”. El Partido Quebequés aplaza cualquier plebiscito hasta al menos 2022, pensando en que 2018 puedan alcanzar a los liberales y conseguir un segundo mandato.
El referéndum nunca se descarta en Quebec, es un derecho reconocido, está sujeto a importantes restricciones de la Ley de Claridad (no ha habido otro desde entró en vigor, en 1998). Y sí, la convivencia ha mejorado —la Revolución tranquila, para empezar, quitó las divisiones religiosas de la ecuación—, pero como muchos federalistas o nacionalistas responde, Bastien no ve integración. Siguen las dos soledades de las que hablaba la famosa novela sobre Canadá de Hugh MacLennan (Two solitudes, de 1945). “Eso no ha cambiado, es el ADN del país, nunca va a cambiar, se nota incluso en la forma de vestirse, la mentalidad… No quiere decir que la cohabitación no sea pacífica o que la gente se odie”, explica Bastién, pero “si le pregunta a un anglófono de aquí sobre autores francófonos o televisión francófona, no te sabrán decir casi nada”.
La ciudad del ‘Bonjour-hi’
Ni siquiera la diversísima Montreal, la ciudad del Bonjour-hi, el saludo mestizo con el que le pueden saludar en locales de la ciudad, escapa a esas barreras invisibles. “Son también dos soledades, si vas al este apenas oirás inglés y si vas a oeste apenas oirás francés”, apunta el profesor. La inmigración, en cifras récord desde hace años, también está transformando el paisaje. Y, como explica Bastien, “diluye el impulso nacionalista”. En Quebec, los alófonos —que no tienen como lengua materna ni el inglés ni el francés— son el único grupo que aumenta su peso porcentual en la población de 2011 a 2016, del 12,3% al 13,2%, en detrimento de los francohablantes y los angloparlantes, según el Censo de agosto. “Los federalistas quieren más inmigración porque saben que los inmigrantes votarán a favor de la unidad”, añade.
El historiador Éric Bédard, portavoz de la coalición de jóvenes soberanistas en el 95, explica que una mayoría de quebequeses “no quieren ni la soberanía ni el statu quo”. Lo que buscan, asegura, es que Quebec “sea plenamente reconocido como distinto y que ese reconocimiento, inscrito en la constitución canadiense, les permita tener ciertos poderes especiales en cultura e inmigración, por ejemplo”. “Justin Trudeau sueña con la reconciliación con los ameriindios. Pero no ignora que uno de los pueblos fundadores de Canadá, concentrado en Quebec, no ha firmado la constitución canadiense”, advierte.
Buena parte del sentimiento identitario quebequés emana de la excepcionalidad que supone su lengua francesa en un trozo de tierra vecino de Estados Unidos y rodeado por un mar de inglés, con una fuerza tractora evidente. En el 78, Quebec cambió el lema de las matrículas de sus coches de La belle province a un significativo Je me souviens (“me acuerdo”).
La joven historiadora del mercado de Jean Talon se queda muda cuando le piden ejemplos que ilustren por qué sus valores son tan distintos de los de un anglófono de su ciudad. Hay algo emocional, más allá de la lengua. Tampoco Joanne sabe explicar muy por qué, si da lo mismo ser canadiense de Halifax, Alberta u Ottawa, resulta tan importante que te entierren en Québéc. Allí reposan ahora, junto a Jack, los restos de Diana, su madre, que murió las últimas navidades sin acordarse de haber vivido jamás en Toronto. Un mes antes se había ido Cohen. El músico pidió yacer para siempre en Montreal. “Es la ciudad a la que tengo regresar de cuando en cuando para renovar mis neuras”, había dicho en vida.
Artículo de Amanda Mars, publicado en el periódico El País