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El difícil camino de volver a El Salvador

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Salvadoreños sufren con la idea de verse obligados a volver a su país

Yanira Arias le lanzó una cachetada al abusador, en un bus, en algún lugar de El Salvador. Él le respondió con un puño y ella le dio otro. “Cuando vio que me defendía, sacó un cuchillo”. Después de minutos de silencio en el articulado, un pasajero se paró a defenderla. Yanira, en lugar de afligirse o paralizarse de miedo, sintió una determinación profunda que no había sentido antes, en ningún otro de los tantos acosos y hurtos callejeros de los que fue víctima. Se descubrió con la capacidad de herir; se miró a sí misma, respondiendo a la violencia con violencia: “No quiero ser parte de ese círculo. Me voy a Estados Unidos”.

Dieciséis años después, ahora tiene 45, en ese momento eran 26, allá sigue. Pero Donald Trump, el presidente de Estados Unidos, quiere sacarla de su país. Trump cree que “Estados Unidos no debería recibir más gente de agujeros de mierda”. Así lo dijo, refiriéndose concretamente a El Salvador, Haití y algunos países africanos, según un informe de The Washington Post, que después fue corroborado por The New York Times y otros medios locales. Usando un argumento parecido, canceló el TPS (Estatuto de Protección Temporal), que les permite a Yanira y a otros 300 mil centroamericanos huir del círculo de la violencia, sobrevivir y vivir del sueño americano.

Dieciséis años después, Yanira es amenazada con volver a casa. Y no quiere.

Yanira creció en algún lugar de El Salvador, del que no dice el nombre, porque sus papás aún viven allá y allá siguen las pandillas que dejó cuando se fue, y, de hecho, ahora no sólo son más fuertes, sino que hay nuevos actores. En la ciudad donde nació, la pandilla MS-13, también conocida como Mara Salvatrucha, la más grande del mundo, manda la parada.

A las condiciones casi que normalizadas de violencia que viven la mayoría de los países de América Latina, en El Salvador se suman las consecuencias de un posconflicto mal articulado. La herencia de la guerra civil, dice Yanira, que es periodista y trabajó en El Diario de Hoy, tiene mucho que ver con la situación actual del país, uno de los más violentos del mundo, según la Organización de las Naciones Unidas.

“La gente emigra justamente porque no tiene las condiciones para llevar una vida digna, lo que implica un entorno de seguridad ciudadana aceptable, ingresos suficientes para cubrir los costos de vida y la posibilidad de estar reunidos con sus familias”, dice Jaime Rivas, profesor salvadoreño, experto en temas de migración.

El salario mínimo es de US$300 para un empleado en el sector de servicios y US$200 para uno que trabaje en agricultura. El costo de vida no coincide con los sueldos. “Una caja de leche te vale lo mismo allá que en Miami”, cuenta Yanira.

“Si El Salvador no está en condiciones de brindar opciones de vida digna a sus 6,4 millones de habitantes que residen dentro de las fronteras nacionales; mucho menos para los 50 mil deportados anuales que recibe en promedio el país”, agrega Rivas. Y a esos 50 mil, ahora, se pueden sumar los beneficiarios del TPS.

Cuando Yanira llegó a Estados Unidos, lo hizo gracias a su visa de turista. Vivió de sus ahorros un buen tiempo, hasta que finalmente logró legalizar su situación gracias al Estatuto de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés), que fue otorgado para los salvadoreños que vivían en Estados Unidos en 2001.

Ella aplicó y se la concedieron después de convivir en una habitación con otras tres mujeres y aguantar lo que, dice ella, “aguantamos todos cuando llegamos aquí”. Primero, el idioma. Yanira se esforzó por apartar de ellas todas las tentaciones del español, hasta que finalmente logró adaptarse. Y, después, todo lo demás: las dificultades económicas, el ritmo de una Nueva York acelarada y diversa, pero costosa y demandante.

El terremoto y los huracanes de enero de ese año, que dejaron más de 1.200 personas muertas y un millón de desplazados, hicieron que el gobierno del presidente Bill Clinton hiciera válido el TPS para El Salvador, de la misma manera que funcionaba ya para otros países de Centroamérica y África.

El TPS es un recurso migratorio especial que, hasta la fecha, el gobierno de EE.UU. le otorgaba a los ciudadanos de un país que se viera afectado por situaciones especiales como un conflicto armado, un desastre natural u otras condiciones temporales.

En El Salvador lo temporal se convirtió en permanente. Yanira tiene casi dos décadas renovando su permiso cada año.

Han pasado dos presidentes: George W Bush, republicano y Barack Obama, demócrata. Con el tiempo, sin embargo, empezó a ser cada vez más difícil diligenciar el formato.

Yanira empezó pagando US$175 y en la última oportunidad pagó US$500. Las preguntas sobre el pasado criminal de los inmigrantes dada vez eran más exhaustivas y muchos se quedaron en el proceso, al no comprender toda la burocracia demandada.

A pesar de las dificultades crecientes, Yanira había logrado cumplir su cita anual que le daba, usualmente, la tranquilidad por 19 meses, hasta tener que presentarse de nuevo.

Cada vez que acudía a dar su firma, le pedían dejar su huella, su teléfono, su dirección y el nombre de su empleador. Las autoridades migratorias saben exactamente dónde encontrarla y a todos los “tepesanos”, como se les conoce comúnmente.

Mientras tanto hizo una carrera en la defensa de los derechos de población vulnerable en varios estados del país.

Trabajó en prevención del VIH, conoció a muchos inmigrantes y se convirtió en una voz de ayuda para ellos. Ahora trabaja en Alianza Américas, una organización que, precisamente, trabaja por la población latina en Estados Unidos.

Allá la recibió la noticia del fin del TPS para El Salvador. “Desde que ganó este señor (Donald Trump) sabía que algo así podía pasar”, dice.

No falló en su pronóstico. En mayo, Trump anunció el fin del TPS para tres países africanos, devastados por el ébola: Guinea, Liberia y Sierra Leona. Luego vino para Honduras. Y después llegó la noticia para El Salvador.

Su papá fue el primero en enterarse. “Se la pasa pegado a las noticias en el televisor”, cuenta. Su familia depende del dinero que ella ha enviado durante todos estos años.

Se estima que, cada mes, los hombres salvadoreños en Estados Unidos envían un promedio de US$300 mensuales y las mujeres, US$225. Las remesas constituyen, así, un 17 % del PIB de El Salvador en los últimos años.

“La familia está en El Salvador. Aquí está el trabajo”, comenta Yanira. Incluso su hermano mayor depende de ella, pues fue una víctima directa del acoso de las pandillas.

ra gerente de una cadena de restaurantes y empezaron a pedirle dinero para que siguiera ejerciendo como empleado. “Ni siquiera era bien pagado su salario. Le pedían una “renta” y cuando usted da, le pidan más. Y si no da, vienen la amenazas contra usted o su familia. Lo empezaron a mover de tienda, hasta que se quedó sin trabajo. Van cinco años y no ha podido encontrar por la situación económica de El Salvador. Tiene tres hijos. Por eso le he estado apoyando, para que sus hijos no dejaran de estudiar”, explica.

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