Centenares de miles de desaparecidos vertebran hoy día América Latina. Una cifra inexacta que alimenta más si cabe el profundo dolor de una tragedia perpetrada tanto por grupos delictivos como por autoridades, y en el que fenómenos sociales y económicos como la migración juegan también su papel.
Desde hace ocho años, Julieta Toscano busca a su hijo Oliver Díaz Toscano, un joven campeón de taekwondo al que le perdió la pista un 10 de julio de 2012 en una plaza del municipio de Tlajomulco, en el oeste de México.
La carpeta de investigación de su caso ha quedado en los archivos olvidados. Desde hace meses nadie le da nueva información, por el contrario, fue ella quien desde el inicio buscó datos, nombres y hechos que fue aportando a la Fiscalía General de Jalisco, sin grandes avances.
«El expediente duró perdido un año, si voy tengo que estar revisando el expediente para ver en qué más han avanzado. Les he llevado pistas, les llevé el teléfono de la mesera que vio cómo levantaron a mi hija. (…) Sé que no se dan abasto pero deberían tener un mejor trato», reclama en el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas.
Toscano ha ido y venido a diferentes instancias con la pancarta en la que muestra a su hijo con su uniforme de combate, ha participado en decenas de marchas, entrevistas periodísticas y citas con las autoridades para empujar este caso con tantas incógnitas.
Al principio la investigación de Oliver se indicaba que había sido un secuestro, aunque las pesquisas dieron un giro al sospechar su madre que están involucrados tres primos paternos, envueltos supuestamente en «negocios sucios».
Ella y sus hijas han sido objeto de amenazas por diferentes vías, hostigamiento, vigilancia afuera de su casa, por lo que viven escondidas por miedo. Su esposo, Sergio Díaz, murió sin haber encontrado a Oliver, sobre el que se ha dicho de todo.
«Lo más difícil ha sido que lo criminalicen. A una persona desaparecida si es mujer (cuestionan) con quién andaba o cómo vestía. De Oliver (dicen) que le gustaban los trancazos (golpes)», lamentó la mexicana, país que acumula, según los reportes más recientes, más de 73.000 desaparecidos desde 1964 hasta la fecha, la inmensa mayoría desde 2006.
Multiciplidad de factores
Rafael Barrantes, coordinador del programa de desaparecidos del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) para México y América Central, explica que una gran variedad de causas han llevado a la región a tener decenas de miles de desaparecidos.
Por conflictos armados internos, como en Colombia o Guatemala, por la mala acción de las autoridades o debido a choques entre fuerzas de seguridad y bandas armadas, como en México, o, de manera más reciente, por motivos económicos y sociales que empujan a miles a migrar hacia Estados Unidos, un fenómeno especialmente centroamericano.
En el contexto actual, surgen nuevos peligros: «Una inadecuada gestión de cadáveres puede producir la desaparición de personas en el marco de la enfermedad de la COVID», explica el experto.
Uno de los mayores problemas, continúa Barrantes, radica en que faltan cifras claras sobre la magnitud de la tragedia en la región.
Ello se debe a una fragmentación de datos por parte de las autoridades, y a que en muchos países es la propia sociedad civil la que encabeza las búsquedas.
«El problema de las cifras es un indicador de los problemas en los mecanismos, o la adecuación de mecanismos, para abordar el tema» de los desaparecidos, agrega el representante del CICR, quien advierte de la falta de modelos a nivel internacional, lo que lleva a las naciones a inventar desde «cero».
Por ejemplo, en Perú existe la Dirección General de Búsqueda de Personas Desaparecidas, y en México la recientemente creada Comisión Nacional de Búsqueda de Personas.
Familias rotas
«Cristina quería ser médica, era una niña muy soñadora (…) Era muy dada con ayudar a la gente», asegura a Efe Paulina Mahecha, quien lleva más de 15 años buscando a su hija María Cristina Cobo, torturada, violada, desmembrada y desaparecida por paramilitares el departamento colombiano del Guaviare en abril de 2004.
María Cristina estaba trabajando en esa región del centro-sur del país como enfermera tras haberse graduado de la Universidad de los Llanos cuando fue desaparecida a la fuerza.
«Yo lloro porque soy humana, soy de carne y hueso. Siento un vacío muy grande en mi vida, en mi entorno. Cada que amanece me hace más falta ella porque era mi hija, era todo para mí», dice la mujer, que se reúne con madres de otros desaparecidos para tejer «la resiliencia» que les permite salir adelante.
Su historia es similar a la de miles de colombianos pues, según el libro «Cartografía de la desaparición forzada en Colombia», elaborado por los investigadores Fidel Mingorance y Erik Arellana Bautista, se calcula que entre 1958 y 2018 fueron víctimas de este delito en el país, más de 120.000 personas.
Por su parte, el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) señala que en Colombia al menos 80.000 personas fueron víctimas de desaparición forzada entre 1970 y agosto de 2018.
Entre tanto, el Instituto de Medicina Legal asegura que entre 2008 y 2017 fueron notificados 73.000 casos de desaparición en todo el país, de los cuales 27.229 corresponden a menores de edad.
La situación de Colombia en este aspecto es mucho más complicada que en el resto de la región, pero desde 2016 y gracias al acuerdo de paz que firmó el Gobierno con la guerrilla de las FARC fue creada la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD).
Ese organismo -que hace parte del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (SIVJRNR) junto a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la Comisión de la Verdad- se encarga de investigar las desapariciones ocurridas antes del primero de diciembre de 2016, cuando entró en vigor el acuerdo de paz.
«Tenemos que luchar porque sepamos donde están los desaparecidos y yo le hago un llamado a los excombatientes a que concreten su compromiso de paz, de aportar a la verdad, diciendo donde están los desaparecidos», dijo esta semana la directora de la UBPD, Luz Marina Monzón, durante un acto público en Bogotá.
Sin embargo, según datos del CICR, en Colombia se han registrado al menos 466 desapariciones relacionadas con el conflicto y la violencia armada desde que el Gobierno y las FARC firmaron el acuerdo de paz, lo que muestra que este es un asunto que aún está lejos de terminar en el país.
Esa cifra, según la coordinadora de la Unidad de Protección del CICR en Colombia, Alexia van der Gracht, «indica que en promedio cada tercer día documentamos un nuevo caso de desaparición».
«Esta realidad se suma a la incertidumbre que viven desde hace años miles de familias que buscan a sus seres queridos, algunas de estas personas han buscado a sus familiares por más de 20 años. Aunque no existen cifras exactas, se estima que en el país hay más de 120.000 desaparecidos en el marco del conflicto armado», añadió.
Van der Gracht advirtió que esta situación ha sido agravada por la pandemia de la COVID-19, que profundizó «la incertidumbre que viven los familiares de las personas desaparecidas en Colombia y otros países de América Latina, y ha planteado nuevos retos y complejidades».
Centroamérica, un pozo de dolor
Guatemala registra más de 41.000 personas desaparecidas en los últimos 18 años y su historia se asimila a la de otros países centroamericanos donde fenómenos como la migración, la violencia o los conflictos armados dispararon el número de desaparecidos.
En los últimos 18 años, entre 2003 y lo que va de 2020, Guatemala ha contabilizado la desaparición de 41.086 personas, según datos oficiales recogidos en un informe de la organización humanitaria Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), surgida en 1984 en la época más cruenta del conflicto armado interno guatemalteco (1960-1996) que dejó precisamente una cifra similar con 45.000 desapariciones forzadas.
El drama que acompaña a las familias de personas desaparecidas no cesa. Es un delito que no pierde vigencia y la angustia, como subraya el GAM, «no tiene fin, pues la etapa de duelo no se logra cerrar» y las secuelas psicológicas «son fatales».
Uno de los casos emblemáticos en Guatemala es el de María Isabel Véliz Franco y la lucha de su madre, Rosa Elvira Franco Sandoval, por una justicia que, a casi 19 años de la tragedia, aún no se concreta en su totalidad.
En una entrevista con Efe, Rosa Elvira cuenta que María Isabel tenía 15 años cuando desapareció. «Había terminado tercero básico (secundaria) y quería ser abogada», relata dentro de su casa en la periferia de centro histórico de la capital guatemalteca.
Al comenzar las vacaciones de invierno, la menor encontró trabajo en una tienda de ropa, pero a los pocos días, la vida cambió cuando uno de los clientes frecuentes del comercio comenzó a hostigarla.
El 16 de diciembre de 2001, María Isabel le dijo a su mamá, quien habitualmente la transportaba al trabajo y de vuelta al hogar, que un amigo la llevaría a casa. Pero eso no sucedió. Rosa Franco esperó a su hija toda la tarde y la noche y decidió denunciar la desaparición sin ser escuchada por ninguna autoridad.
Dos días después, su hija fue encontrada muerta en un terreno baldío, con el cráneo fracturado y violada. El caso de la desaparición y posterior homicidio de María Isabel pasó de un juzgado a otro sin seguimiento de las autoridades, hasta que en 2014 la Corte Interamericana de Derechos Humanos sentenció al Estado de Guatemala por el delito de femicidio y se sentó jurisprudencia a nivel nacional.
En agosto de 2018, el Ministerio Público (MP, Fiscalía) lanzó la Alerta Isabel-Claudina, un mecanismo interinstitucional para agilizar la búsqueda de mujeres desaparecidas y así intentar evitar tragedias como las de María Isabel Véliz Franco o Claudina Isabel Velásquez Paiz, desaparecida en 2015.
El proceso penal que ha impulsado Rosa Franco en los juzgados locales, con el acompañamiento de diversas organizaciones, entró a su etapa final el año pasado cuando una jueza de fase intermedia decidió enviar a juicio a Gustavo Adolfo Bolaños Acevedo, presunto asesino de María Isabel, y también al expolicía Jorge Mario Ortíz Maquiz.
El debate está programado para iniciar en febrero de 2021 en un tribunal de mayor riesgo. María Isabel «estaba muy orgullosa de mí y me impulsaba a ser abogada», concluye Rosa Elvira, de 58 años, quien se tituló en 2017 como abogada y notaria con una tesis sobre el feminicidio, los crímenes contra la humanidad y el caso de su hija.
Para Barrantes, sea cual sea el motivo de la desaparición, todas las familias sufren «el mismo drama» de no saber, y este es precisamente el enfoque del CICR a la hora de atender la tragedia.
En este difícil contexto, el experto destaca la fuerza de los familiares de desaparecidos para ayudar a personas en las mismas circunstancias, especialmente en la actual crisis sanitaria.
«El amor por sus seres queridos ha hecho que los familiares comiencen a realizar, en el marco de la pandemia, acciones para que subsistan otros familiares de personas desaparecidas que pasan penurias y evitando una mala práctica en la gestión de cadáveres», concluye Barrantes.
Un ejemplo más de la fuerza que mueve, durante años e incluso décadas, quienes perdieron a sus allegados y buscan respuestas.
Por Jorge Gil, Emiliano Castro y Mariana González-Márquez