Tan antagónicas como el día y la noche son las hojas de ruta que han seguido la demócrata Hillary Clinton y el republicano Donald Trump para intentar alcanzar la misma meta: la conquista de la Casa Blanca en las elecciones del 8 de noviembre.
Pocas veces en la historia, Estados Unidos se ha visto abocado a elegir entre dos candidatos con personalidades y trayectorias tan dispares para desempeñar el cargo político más poderoso del mundo.
Clinton, hija de un tendero de Chicago, y Trump, heredero de un imperio inmobiliario en Nueva York, lanzaron sus órdagos presidenciales el año pasado, pero con estilos muy distintos.
Con dilatada experiencia política, la ex primera dama, exsenadora por Nueva York y ex secretaria de Estado anunció el 12 de junio de 2015 su candidatura presidencial por el Partido Demócrata para 2016.
«Me presento a la Presidencia (…). Cada día los estadounidenses necesitan un luchador, y yo quiero ser esa luchadora. Me lanzo a hacer campaña para conseguir su voto», afirmó Clinton en un vídeo de dos minutos emitido en su web oficial, tras su intento fallido de 2008, cuando Barack Obama le arrebató la nominación presidencial.
Dos meses después, el magnate y estrella televisiva Donald Trump, todo un «forastero» de la política, campo en el que nunca ha ocupado un puesto, oficializó el 16 de junio sus aspiraciones al ritmo del legendario himno de Neil Young «Rockin’In The Free World».
«Damas y caballeros, voy a entrar oficialmente en la carrera para presidente de EEUU, y vamos a hacer nuestro país grande de nuevo», dijo Trump en un discurso de 45 minutos, flanqueado por su familia ante cientos de asistentes en uno de sus rascacielos neoyorquinos.
A partir de ahí comenzó una carrera muy desigual hacia la Casa Blanca: por un lado, Clinton, con todas las quinielas a favor y el apoyo incondicional de su partido; y por otro, Trump, con todos los pronósticos en contra y el rechazo de su propia formación política.
En la batalla por la nominación presidencial demócrata, la ex secretaria de Estado sólo tuvo en frente a dos rivales de calado, el septuagenario senador por Vermont Bernie Sanders y el descafeinado exgobernador de Maryland Martin O’Malley.
Nada más empezar el pasado 1 de febrero en Iowa el periodo de elecciones primarias y caucus (asambleas electivas) para designar a los candidatos a la Casa Blanca, O’Malley tiró la toalla y dejó vía libre a Clinton y Sanders, autoproclamado «demócrata socialista».
Aunque nadie daba un centavo por un político veterano, gruñón y relativamente desconocido como Sanders, su promesa de una «revolución política» y sus diatribas contra Wall Street galvanizaron a millones de jóvenes y pusieron en aprietos a Clinton.
Sin embargo, la ex secretaria de Estado refrendó todos los augurios, ganó las elecciones primarias en junio e hizo historia al convertirse en la primera mujer que alcanza la nominación a la Casa de un gran partido en EEUU.
Más rocoso se reveló el camino hacia la candidatura presidencial de Trump, el adalid de la «incorrección política», quien se enfrentó a 16 aspirantes, entre ellos nombres de tanto pedigrí republicano como Jeb Bush, Marco Rubio o Chris Christie.
Con un discurso populista plagado de insultos a sus contrincantes y a grupos como los inmigrantes y los musulmanes, el magnate llegó al ciclo de primarias como favorito en las encuestas, para sorpresa de la clase política, los analistas y la prensa.
Como fichas de dominó, los rivales de Trump cayeron hasta las elecciones republicanas de mayo en Indiana, donde sus dos últimos adversarios, el senador por Texas Ted Cruz y el gobernador de Ohio, John Kasich, dieron su brazo a torcer y abandonaron la pugna.
«Vamos a por Hillary Clinton. Ella no será una gran presidenta», espetó entonces el magnate inmobiliario, que ganó la nominación presidencial con una cifra récord de más de 14 millones de votos.
A finales de julio, Clinton y Trump aceptaron la candidatura a la Casa Blanca en las respectivas convenciones nacionales de sus partidos, que, una vez más, respondieron a guiones opuestos.
Mientras la ex primera dama se dio un baño de masas en Filadelfia, arropada por la cúpula demócrata con el presidente de EEUU, Barack Obama, a la cabeza; el empresario evidenció en Cleveland su soledad en el Partido Republicano, cuyo aparato marcó distancias con un candidato que rebasó demasiadas líneas rojas.
Desde entonces, Clinton y Trump han protagonizado una de las campañas presidenciales más desagradables que se recuerdan en EEUU, una realidad palpable en la crispación de sus tres debates televisados.
Como aliño de la campaña, los dos aspirantes también han soportado sonoros escándalos que han perjudicado más al multimillonario, según reflejan los sondeos de intención de voto, liderados por la postulante demócrata.
Clinton, por ejemplo, ha tenido que lidiar con el controvertido uso de un servidor privado de correo electrónico para mensajes oficiales cuando ejercía de secretaria de Estado (2009-2013), cuya investigación ha reabierto el FBI a pocos días de las elecciones.
En el caso de Trump no resulta fácil enumerar su larga lista de escándalos, si bien destaca la reciente emisión de un vídeo de 2005 en el que el multimillonario hacía comentarios soeces sobre las mujeres y que desató una tormenta política.
Pese a sus diferencias, Clinton y Trump sí coinciden en algo que revelan todas las encuestas: son los dos candidatos presidenciales más impopulares de la historia moderna de EEUU.
Pedro Alonso
Washington, 2 nov (EFE).-