Por: Luis Oñate Gámez.
La última mariposa de la tarde que visitó el jardín no tuvo tiempo de volar en busca de refugio. Las primeras gotas de lluvia la sorprendieron tratando de libar un poco de néctar del racimo más tierno de los corales que despuntan en una matera del rincón de la casa. Las gotas, como pesadas cargas, cayeron inclementes sobre sus traslucidas alas que de inmediato comenzaron a volar en pedazos. Escuálida, sin antenas, colores y sin alas la crisálida cayó al piso y una tenue corriente la arrastró hasta la creciente de la calle en donde la vi desaparecer por completo.
En menos de un minuto, las gotas de cristales que caían por millares se convirtieron en una corriente rápida que como río de panela comenzó a lavar los andenes y calles, y a buscar camino para juntarse con otras corrientes más grandes y rápidas que la llevaron hasta la avenida. En la arteria mayor, la corriente que llevaba en su senda a la descompuesta mariposa se enredó con otras crecientes formando un río de aguas turbias que bajaba con fuerza hacia la mar.
Ahora, en la curva que toma una de las principales avenidas de la ciudad, por donde se esfumó la corriente que se llevo la despedazada mariposa, las aguas se entrelazan creando un inmenso remolino que con espumas blancuzcas en sus crestas trata de subirse al bordillo de casi cincuenta centímetros de alto. Las corrientes se ponen rebeldes cuando osados conductores las dividen pero más adelante se ven rejuntarse con más frenesí, mientras una camada de jóvenes con mirada taciturna le sonríe y quizás le comparten el deseo de apagar los vehículos que se atreven a desafiarla.
Un taxi que descendía de occidente a oriente fue el primer damnificado. Aún no había terminado de apagarse el motor cuando ya los jóvenes se hallaban detrás empujándolo, mientras el chofer trataba una y otra vez por encenderlo. Todo fue en vano, el pequeño vehículo de colore amarillo y llantas luidas sucumbió ante la corriente que con furia chocaba contra el capó y amenazaba con arroparlo. La camada de jóvenes, de sueños constantes y esperanzas diluidas, trataba de impedir que las aguas ganaran la batalla, la misma que muchos de ellos sentían haber perdido contra la pobreza.
Sin abrir la puerta, para evitar que el agua inundara por completo su vehículo, el conductor del taxi, un sexagenario y bonachón hombre de cabellos cenizos, dentadura escasa y vientre pronunciado, con gran esfuerzo logró salir bajando un poco el vidrio pero maltratando su panza. No se apartó del vehículo. Se bajó y ayudó al grupo de muchachos a llevar el carro hasta la parte más alta de la calle en donde con cabuyas fue asido a un poste de luz en donde el agua golpeaba con rebeldía pero no con el mismo ímpetu que en la mitad de la avenida.
Quizás es ese momento las fosforescentes alas de aquella vistosa mariposa que se posé en mi jardín ya se habían desmenuzado por completo en medio de la turbulentas aguas que bajaban corriendo hacia el mar, y que a su paso arrollaban, además de los carros, centenares de bolsas, ramas y chécheres que muchos habitantes de la comarca tienen por costumbre echar a la corriente. En cada esquina, en cada recodo del camino la corriente va dejando parte de la basura que arrastra, mucha de ella se va por las alcantarillas a la que inescrupulosos quitan las tapas, según ellos para que el agua baje más rápido.
Después de recorrer kilómetros de calles y avenidas y de arrastrar toneladas de basuras, piedra y lodo, las aguas van llegando a Pecaito, sector de la zona norte de Santa Marta que colinda con el mar cuyo nivel es más bajo que las olas que besan la playa. Aquí, en el barrio que vio nacer a El Pibe y a cientos de futbolistas que le han dado lustro a nuestro país, ya no debe haber vestigios de la mariposa. Las aguas alcanzan su máximo nivel de más de metro y medio de altura y penetran en varias de las viviendas a pesar de que muchas de ellas tienen pisos altos, como la famosa tienda en la que en su niñez y adolescencia solían retozar Carlos Valderrama y sus amigos.
Luego de dos días, la evaporación que genera el inclemente sol Caribe, las filtraciones del suelo y la obsoleta alcantarilla pluviométrica terminaron por alcanforar todas aquellas turbulentas aguas que en una tarde lluviosa desmigajaron a una de las relucientes mariposas que se posó en mi jardín. De las aguas y su furia solo quedaron toneladas de lodo y piedras entremezcladas con plásticos, llantas y ramas. Los vecinos de Pescaito volvieron a abrir sus puertas en medio de los fétidos olores del fango y otras mariposas regresaron a mi jardín a libar el néctar de los corales que con la lluvia y el sol volvieron a brotar más olorosos y brillantes que los de aquella tarde.
Esto me hizo recordar la famosa bola de candela que en muchos pueblos del Caribe hizo historia, en especial para el festejo de la noche de velitas. Recuerdo bien que en mi pueblo el juego se llevaba a cabo en el parque principal a la par con la novena de la Inmaculada. Creo que porque dejó de ser un acto cultural y deportivo y se convirtió en un relajo en muchas poblaciones fue prohibida. Este video puede ser un buen apoyo para las investigaciones que sobre éste y otros juegos del Caribe adelanta Edgar Rey Sinnig. Quién trajo este juego a Colombia, los españoles, los negros, los orientales o cuando llegó Colón ya era popular entre algunas tribus?